viernes, 1 de julio de 2011

NO ES TANTO SER TONTO


historias para ser contadas I

“El marisco lo pongo yo”, voceó mi amigo Mariano Baños. Hubo un interrogativo cruce de miradas entre los que estábamos allí. Nos habíamos reunido un grupo de amigos para hacer una paella, el marisco ya estaba comprado y Lola – actuaba de chef - y otros que la ayudaban, ya estaban a medio sofrito.

¿A qué venia lo del marisco?. “Jordi, acompáñame a la playa que voy a pescar gambas, pulpos, calamares y lo que pille, será el segundo plato”. Efectivamente, en el porta paquetes de su coche llevaba un equipo completo de submarinismo, bombonas, patos. Todo.

Me gusta el mar desde la costa, pero dentro…no es lo mío, así que seriamente le advertí.- “Oye, mi perra nada mejor que yo, así que si hay algún percance te serviré de muy poca ayuda, solo podré ser testigo pasivo de un inútil accidente”.

Como respuesta obtuve una carcajada que claramente sólo tenia un significado, “siempre serás el mismo, ¡Qué tonto eres!”, esto acompañado de una contundente palmada en la espalda. Por suerte, tengo la dentadura sana y fuerte, de tener la de Luis Aragonés, por ejemplo, la hubiera perdido hecha trizas en el suelo, diez metros más allá.

¡Vamos!, ordenó.

Escogí un rincón, entre unas rocas. El solecito era el de un precioso día de primavera que me hacia todo lo feliz que podía desear. Mariano se equipó y ya entró a nadar con muy poca profundidad de agua, puesto que el fondo era de gruesas e incomodas piedras. Me propuse leer tranquilamente todo el periódico y aunque me sentía feliz, notaba una cierta inquietud deseando que no pasara nada inesperado.

Como digo, mi relación con el mar nunca ha sido muy buena, soy payés y no marinero, así que aquella inquietud de fondo, me trajo a la memoria un día que otro amigo, ejecutivo de una importante multinacional francesa, se había comprado una barca, no se si era un laúd o algo así, no entiendo de barcos. Para hacernos una idea, sería algo así como ocho o diez veces la bañera de casa. Puso tanto empeño en que diéramos un paseo en su flamante barca que no me vi con fuerzas para negarme, tampoco encontré ninguna razón para fastidiarle su ilusión, así que mostrando compartir su animosidad, accedí.

A unos mil quinientos o dos mil metros de la costa me propuso darnos un baño en aquellas aguas limpias de azul profundo.- “¡Ah no!, mi condescendencia tiene limites y éste es uno de ellos. Báñate tu si quieres, yo me quedo en la barca”. No se si quedé como un cagón o un tipo raro, pero ¡Tchoff!, se tiró al agua, produciendo un violento bamboleo en la barca que sin tiempo a un razonable ataque de terror, me agarré no se donde para no salir proyectado tras él hacia el agua. Al llegar la hora de volver a la barca, la cosa se puso chunga, no tenia suficiente fuerza, ni punto de apoyo alguno para salvar la altura del lateral. Lo probamos por babor, por estribor, por proa y por popa. Al principio intenté darle la mano, pero la barca se inclinaba peligrosamente y si volcaba, sin duda era un estúpido fin para una vida – la mía – en un momento en que aun creía que en la vida había cosas interesantes por hacer. Me puse al otro lado de la barca forzando para hacer contrapeso, pero ni así.

Tras maldecir mi estúpida condescendencia por aceptar situaciones en las que no tengo ninguna aptitud para controlar, en medio del mar salió el payés que llevo dentro y soltando para mis adentros un buen surtido de “mecagüens” rurales aprendidos de pequeño del Sr. Gall en Rellinars, me dije.- no serás tu quien me mandará al fondo, así que tomé el mando de la situación y ordené: “agárrate fuerte al lado, pondré el motor en marcha y chino-chano te arrastraré hasta la playa”. Y así llegamos. Jamás en la vida hemos vuelto a hablar de aquel incidente. No pasó.

En hora y cuarto, hora y media me había leído todo el periódico y Mariano no aparecía, así que sin más que hacer me dediqué a sufrir. Al fin le vi emerger a unos 60 metros, venia hacia mi andando con raros y grotescos traspiés que interpreté me dedicaba como una sarcástica parodia burlona por mi anterior advertencia. Estando a unos 40 metros, soltó un desgarrador grito.- “Ayúdame jodeeer!!!”. Tuve unos segundos de duda, ¿era broma?, ¿iba en serio?. Ante la duda, vestido tal cual, con zapatos y La Vanguardia bajo el brazo, corrí mar adentro lo más rápido que pude. Cargué con la mochila de oxigeno, el fusil y no se qué otros trastos (mi ropa mojada pesaba más que todo el material), pasé su brazo sobre mi hombro y procurando no caernos, el fondo era un desastre de piedras irregulares, llegamos hasta la orilla. Del marisco, nada de nada.

Llegamos a casa. Yo calado hasta los huesos acompañado de un hombre rana. Mi desconcertante aspecto de naufrago deslocalizado promovió la carcajada más sonora jamás escuchada. ¿Cómo explicar que era el naufrago quien había salvado al hombre rana?. No cuadraba, no era congruente, así que durante toda la comida fui victima de toda clase de hirientes bromas, la más benevolente que a partir de ahora, por si acaso, cada vez que me acerque a la playa, mejor alerte a la Guardia Civil del Mar.

Así quedó la cosa. Lola no podía saber lo que en realidad había sucedido.

Me consolé pensando que ser tonto tampoco era tanto, a veces hasta somos útiles.