domingo, 14 de junio de 2009

EL HOMBRE DEL CARRETON

EL HOMBRE DEL CARRETÓN

Es tradición y por tanto se puede afirmar con rotundidad, que los ignorantes han sido y son motivo de burla y desprecio, generalmente de parte de personas ilustradas que no debemos confundir con sabios. Los sabios, es sabido, solo saben que no saben.

Hace unos días leía una entrevista a un magnifico Sr. Cristóbal Serra, realizada por Victor-M. Amela en La Vanguardia (03.06.09). A lo largo de la entrevista el Sr. Serra revindicaba el trascendental papel del asno en nuestras vidas y en particular en todo el arco mediterráneo. Entre otras cosas cita “Ya para los dinastas egipcios, fueron símbolo de sabiduría: adoptaron las orejas de burro sobre su cabeza –teñidas de rojo –como distinción de su cetro”.

Nuestros dinastas de las escuelas de finales del siglo XIX, principios del XX, adoptaron las orejas de burro para vejar e insultar, simultáneamente, a los alumnos poco brillantes y a los burros. La gran facilidad con la que sabemos tergiversar las cosas en nuestro favor, nos permite cambiar la inteligencia por necedad. La poca brillantez en estupidez. La inocencia por culpabilidad. La soberbia por inmensa modestia.

De una cosa a la otra, en vulgar asociación de ideas, pienso en lo desagradecidos que nos mostramos con los que, los del establishment, tenemos por ignorantes, cuando si verdaderamente hurgamos un poco, podemos encontrarnos que han hecho aportaciones trascendentales a toda la humanidad.

La antesala del saber es la ignorancia. Y así lo dejo escrito, con la mala conciencia de que cuando he releído esta afirmación, la mano se me ha ido instintivamente a borrarla. He sentido el riesgo de que si alguien esperaba leer algo inteligente, la tal afirmación rompe cualquier expectativa. Pero dicho lo dicho, ya no me atrevo a tergiversar, ni edulcorar la idea. Así que ahí queda.

Seria fácil ensalzar al ignorante con ansias de saber. Esta sería, al fin y al cabo, una virtud que nos gustaría para nuestros hijos y que en ella se reflejaran. En realidad, aquí y ahora, lo que quiero es revindicar a los ignorantes-ignorantes.

Sus aportaciones, particularmente al lenguaje, son verdaderamente extraordinarias, de hecho son los hacedores de los idiomas, los que con su ignorancia han ido formando palabras y expresiones que han trascendido hasta nuestro lenguaje vivo. De no ser por los ignorantes-ignorantes, hoy estaríamos hablando latín en lugar de catalán, francés, italiano o castellano. Gracias a ellos, que oían una palabra y la reproducían fonéticamente a su manera aproximativa, de boca en boca, se han ido haciendo los idiomas.
Cierto que mi amigo destruye mi teoría, al afirmar que de gracias nada, si no fuera por los ignorantes, hoy hablaríamos todos latín y nos ahorraríamos la torre de Babel europea. Yo añado, secaríamos la principal fuente de votos del PP con el dichoso catalán.

Pero volvamos a la cosa.
Las aportaciones de los ilustrados al lenguaje común y posiblemente a la vida en general, no suelen ser demasiado trascendentales. El anónimo y probable ignorante-ignorante que en Francia o Alemania comenzó a pronunciar el sonido R con vibración gutural, en lugar de nuestra rápida vibración linguo-palatal, probablemente no podía efectuar la vibración precisa de la lengua en el cielo de su paladar, así que probó con la garganta, este efecto gustó, sus congéneres lo encontraron divertido y chic y así prosperó. Pero es que en español y catalán sucedió otro tanto, la vibración palatal rápida y fuerte hizo gracia y así se adoptó. Sin embargo, los italianos, herederos directos del latín, siguieron con el sonido linguo-palatal blando de la R. No vieron la necesidad de jugar con el fonema. En cualquier caso, parece que el fonema R es el que ha presentado mayores problemas de reproducción al humano, por ello ha disfrutado de una mayor creatividad fonética. Los ingleses, americanos e incluso rusos tampoco se lo han pasado mal.

El ignorante-ignorante lo encontramos presente en los grandes acontecimientos de la humanidad, sin que nadie sepa de su presencia. Jerjes, Alejandro, Julio César, Napoleón, todos contaron en su propio beneficio con el ignorante-ignorante-ignorado.

Se cuenta que alrededor de 1676 Christopher Wren, arquitecto de la Catedral de Saint Paul en Londres, decidió supervisar de incógnito las obras. Entre la multitud de gente que trabajaba, se acercó a los aparejadores que estaban con sus planos y objetos de medida y preguntó: “.- ¿Me podrían decir que están haciendo?”
Uno de ellos, sin ganas e ínfulas de gran señor respondió “.- Estamos aquí para ganarnos el pan, de lo contrario no faltará quien nos robe nuestro puesto”.
Christopher Wren sonrío, se despidió y se dirigió a los maestros albañiles “.- Buen día ¿Me podríais informar qué hacéis?”
Uno de ellos, con evidentes malas maneras dijo “.- ¿No veis que estamos muy ocupados?”
El arquitecto replicó: “.-No quiero haceros perder el tiempo, solo me gustaría saber que es lo que hacéis”
“-Pues ya lo veis, sudando el salario”.
Llegó el turno de preguntar a los albañiles ordinarios, su faena consistía en pegar piedra sobre piedra.
“.- Buenos días señores, me podríais decir qué es lo que hacéis?”
“.- ¿Es que no lo ves?, obedecemos órdenes!”
No muy animado por todo lo que había oído, decepcionado, ya cuando se marchaba de la obra, se cruzó con un peón semi desnudo y mal nutrido que marcando todo su costillar, esforzadamente tiraba de un carretón con una enorme y pesada piedra, Christopher Wren, ya sin ningún entusiasmo preguntó: “.- ¿Me podrías decir qué es lo que estas haciendo aquí?”
“.- Buf!” Contestó con orgullo “Yo estoy aquí, señor, ayudando al ilustre arquitecto Christoper Wren a construir una hermosa catedral!”.

A este hombre del carretón, de anónima existencia, hacedor de Idiomas, Catedrales, Pirámides, Canales, Túneles del TGV, Carreteras, Guerras ganadas y perdidas, presente en los grandes acontecimientos de la humanidad, es al que creo debemos algo más que un homenaje secreto e íntimo. Le debemos un agradecido respeto y admiración. Y una plaza en cada pueblo.